En los últimos años, el pan mexicano que encontramos en la Ciudad de México ha sufrido cambios. Las panaderías y cafeterías son distintas en su estética, en su funcionamiento, y en sus menús. Por lo menos en La Roma y en La Condesa, casi todas son pet friendly, instagrammeables, ofrecen café de especialidad y venden panes estilo europeo, a precios altísimos. ¿Es igual en todas las zonas de la capital? ¿Cómo ha cambiado el panorama panadero con la gentrificación? ¿Qué pasa con el pan mexicano tradicional?

Croissants de almendra en panadería moderna.

Al analizar qué y cómo se come en un lugar, se delata la gentrificación; este famoso fenómeno que ha modificado las relaciones sociales en el espacio, aburguesado los comercios, encarecido las rentas y cambiado la oferta gastronómica en nuestra ciudad. Últimamente todos les echan la culpa a los nómadas digitales, cuya presencia en “chilangolandia” acentúa las desigualdades sociales y económicas y promueve cambios en la construcción de la identidad local. Entonces, entre chocolatines, croissants de almendra y babkas, ¿la industria del pan mexicano en la CDMX está sufriendo una gentrificación alimentaria o solo está evolucionando? 

 

¿Cómo llegó el pan a México?

El trigo llegó a México en la época colonial y los primeros panes eran únicamente para el consumo de los españoles, quienes obligaban a los indígenas a prepararlos. De hecho, en los primeros años, la industria de la panadería era tan controlada por los españoles, que a los indígenas que intentaban vender o consumir pan, los condenaban con años de amasar masa, algo mucho más pesado que cualquier otra actividad de la época. Con el tiempo, la producción de trigo aumentó, los españoles se relajaron y surgieron panes de baja calidad para la “plebe”, como el pambazo (pan bajo) o la telera. Aunque el pan nunca superó a las tortillas, estos deleites calóricos se volvieron parte fundamental de la identidad gastronómica mexicana. De hecho, para 1880, en la Ciudad de México había 78 panaderías.

En realidad, la “cultura del bizcocho” que dio forma al universo del pan dulce mexicano es muy reciente, pues antes de 1900, la oferta de las panaderías más famosas era de pasteles, pan blanco, pan salado, como bolillos o teleras, panes de piloncillo, de anís y pan español. Fue en el Porfiriato, cuando llegaron decenas de panaderos y reposteros italianos y franceses, que se introdujeron las masas básicas de la viennoiserie (hojaldre y brioche) a nuestro país, caracterizadas por ser dulces y estar enriquecidas con grandes cantidades de mantequilla y huevo. Los panaderos mexicanos aprendieron las técnicas europeas, se pusieron creativos e inventaron miles de panes dulces, elaborados con manteca de cerdo, que era mucho más barata y fácil de conseguir que la mantequilla.

¿En qué momento entonces pasamos de este pan tradicional, con sabor a pueblo y a manteca, a un pan con sabores marcados a mantequilla y nombres europeos? Para averiguarlo, decidí recorrer las calles de una de mis zonas favoritas de la ciudad y descubrir lo que hay detrás del pan mexicano en Coyoacán.

 

El pan mexicano en Coyoacán

En mi caminata por unas pocas cuadras del centro de Coyoacán, me topé con diez panaderías. Empecé mi recorrido afuera del mercado, en donde me encontré con Vanessa y su canasta ocupada con puerquitos de piloncillo, gorditas de nata y cocoles de anís. “Todas las recetas son de mi familia”, me comenta seriamente. “Llevamos el negocio desde hace muchas generaciones”, algo que no dudo en lo absoluto, pues esos panes se preparen desde el siglo XVIII en México. 

Letrero de la "Repostería Vanessa", con nombres de panes disponibles en el puesto.    Escaparate de panadería en Coyoacán, con letrero "Pan para llevar".    Escaparate de panadería tradicional mexicana

“En mi desayuno de todos los días no puede faltar un pedacito de pan dulce”, me dice Sara, quien vive en la calle de Xicoténcatl desde su adolescencia. “Mi mamá siempre ponía dos o tres piezas de pan dulce en la mesa y yo no desperdiciaba la oportunidad de pellizcar un bísquet, una oreja, una concha, o lo que se dejara.” Al igual que ella, el 89% de los mexicanos compra pan dulce de forma habitual, nuestro consumo actual per cápita es de más de 33 kilos al año, y con la frecuente apertura de nuevas panaderías artesanales en el centro de Coyoacán, se nota.

 

CaramelCanasta de pan

En la calle de Corina está Caramel, una de las panaderías icónicas del vecindario. “Me encanta que en las panaderías mexicanas exista el autoservicio; no hay nada como tomar la charola y jugar con las pinzas mientras esperas a que un pan te haga ojitos” – comenta Sara, observando repisas con charolas repletas de carteras, corbatas, cubiletes, cuernos, panqués, donas y garibaldis. Los mexicanos no nos resistimos, como decía Tin Tán, “al panadero con el pan, que tempranito va y lo saca, calientito en su canasta”, igual que Esteban, quien todas las mañanas recorre las calles de Coyoacán y toca la corneta para avisar a la clientela que trae hojaldras, novias, cuernos, gendarmes, besos y conchas de a montón. 

 

Bakers

A unas pocas cuadras de Caramel está Bakers, una de las novedades de la colonia. En la vitrina existe una oferta completamente distinta: roles de maple, croissants de almendra, chocolatines, trenzas de chocolate con cardamomo y unas cuantas conchas. “Siempre vamos a Lecaroz” – me platican Leticia y Miriam mientras compran un latte y un croissant de dátil con nuez, “pero habíamos pasado por aquí varias veces y quisimos probar, pues se ve que está teniendo mucho éxito.” En los aparadores de La panera, Cocoa, Mondo y Alverre pasa lo mismo: unas cuantas conchas y panes de elote conviven entre refinados panqués de café con chocolate, alfajores, roles de canela, croissants y scones.

 

La casa del campanario

La casa del campanario, también en el vecindario, ostenta servir pan “con el auténtico sabor casero” y es un espacio completamente distinto a los otros; allí no hay mesas, wifi, ni menú de desayunos. Para Álvaro, es suficiente tener una vitrina repleta de bísquets, cubiletes, mantecadas, chinos y polvorones para atraer a la clientela, pues esas recetas, traídas por los inmigrantes chinos a principios del siglo XX, siempre son garantía y forman ya parte del imaginario colectivo alrededor de la panadería mexicana. 

 

El Beneficio

Mi última parada es “El Beneficio”, una pequeña panadería de autor que ha revolucionado la forma de comer pan en Coyoacán. Julio, el gerente y Lucas, el panadero, me platican que, a la gente de la zona, lo que le gusta últimamente es probar ingredientes de calidad y sabores innovadores. “Siempre regresan por la concha de crème brulée, una de nuestras creaciones más exitosas. También tenemos los clásicos panes: concha, croissant y chocolatín, pero a nosotros nos gusta experimentar con las masas y los ingredientes para crear sabores de temporada únicos.” 


¿Y entonces qué pasa con el pan mexicano de Coyoacán?

Después de un interesante recorrido, queda claro que la industria del pan en la Ciudad de México no sufre una gourmetización como consecuencia negativa de la gentrificación. Al menos en Coyoacán, la oferta y las experiencias de los locales me enseñaron que el paladar mexicano ha evolucionado y exige sabores de mejor calidad. “Antes no me gustaban mucho los cuernitos o las orejas porque tenían un sabor simplón” – me comentó Sara; “ahora, incluso los de la canasta de Esteban, tradicionales pan mexicano de Coyoacán, saben mejor que antes”. 

La heterogénea oferta de pan en Coyoacán demuestra que este alimento tan querido por los mexicanos sigue evolucionando. Las panaderías tradicionales mejoran sus ingredientes e incorporan nuevos productos, mientras que las panaderías artesanales buscan innovar y crear tendencias. Cualquiera que sea el caso, queda claro que la panadería mexicana nació y se fue nutriendo a lo largo del tiempo con recetas y técnicas extranjeras. Hoy, los mexicanos hemos superado a los maestros europeos en la elaboración de exquisitos panes dulces de su autoría y hemos redefinido los principios de este arte gastronómico con la creación de panes que nunca pasarán de moda y que a todos nos fascinan.


Fotografías: María José Ordóñez Platas